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EL TERO (Leyenda)

 

Allí donde terminan los piquillines y empieza el algarrobal, en una pampita próxima a la ciénaga, asentóse una mañana de primavera un reluciente tero, señor de elegantes maneras, majestuoso andar y pulcra vestimenta. Con ceremoniosos pasos recorrió el lugar, saludando con natural cortesía a sus habitantes, a quienes anunció que se establecería con un almacén.

Este suceso fue muy comentado: significaba un adelanto que sentara allí sus reales un comerciante de tanta probidad y cultura. La noticia se extendió en muchas leguas a la redonda con alborozo para sus pobladores, que tendrían donde adquirir sus “vicios”.

Cuando el almacén estuvo con el surtido necesario, salió el dueño a pregonar sus mercancías, haciendo gala de optimismo e infundiendo nuevas esperanzas con el alegre “tero, tero, tero”.

Así voló sobre lagunas, esteros, cañadas y montes cargados de nidos, a cuyos moradores consideraba presuntos clientes. Al oírlo, las ranas emergieron de la represa para hacer el coro del croá, croá, croá, amontonadas en un bordito. Desde los algarrobos en flor estalló la presentación cordial del pito Juan: pito juan, pito juan, pito juan, mientras que en la espesura de los churquis, un pajarito se anunciaba con la repetición monótona de su nombre: pijuí, pjuí, pijuí, contestando entre los yuyos el chingolo: chicolí, chicolí, acompasando sus saltitos en señal de bienvenida.

Pero a recibimiento tan cordial, no faltó el saludo burlón del  bicho feo, bicho feo, de quienes estaban dispuestos a la jarana.

Una vez que el tero abrió el negocio, empezó a atender a los clientes, ya fuera el mandadero de la lechuza que iba por tabaco, o las urracas, que presumiéndole al dueño, acudieron a comprar un peine ( que buena falta les hacía) y una aguja para coserse las hilachas que les colgaban.

De más está decir que estos clientes efectuaban las compras al contado; pero un día acudieron unas hilanderas llamadas vizcachas que adquirieron varias cosas inútiles, prometiendo pagarlas al hacer la próxima visita. Más no fue así, se presentaron una y otra vez llevándose hasta la leña cortada que el tero guardaba en la cocina, sin dejar un centavo a cuenta.

Cuando el tero se dio cuenta, estaba ya en la calle, con el almacén fundido. Y como las vizcachas, que también tenían fama de chismosas, no llegaron más, decidió ir a cobrarles, pero éstas, maliciándolo, habían cavado unas cuevas hondas, donde se escondían con sus cosas, dejando afuera únicamente la leña.

Al llegar el tero, reinaba el más completo silencio.

Como era tan prudente y de finos modales, se anunció de puerta en puerta, con respetuosas venias, por si asomaban las dueñas de casa; pero éstas no dieron señales de vida, actitud que obligó al tero, siempre tan digno y decente, a gritarles su poca vergüenza, sin resultado alguno.

Desde entonces se acostumbraron las vizcachas a salir de noche, para chismear y buscar alimento, aprovechando que el tero y los demás habitantes del campo duermen.

Con la esperanza de cobrar la cuenta, todavía recorre el tero las vizcacheras  y espera, con la elegancia de siempre, aunque sólo le quedaron el chaleco negro y los calzoncillos, que aparezcan las muy taimadas, que hasta lo dejaron sin casa y con los ojos colorados de tanto desvelarse.

 

Dora Ochoa de Masramón, Folclore del valle de Concarán, Luis Lasserre y cía., 1966., en Páginas con Cuyo, por María Teresa Forero. Aique 1995.

 

Piquillín: árbol que da una pequeña fruta rojiza, con la que se hace arrope y aguardiente y cuya madera es usada para muebles y herramientas. Con su raíz se hace una tintura morada.

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